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¿Qué hace usted cuando un ser querido yace indefenso, casi sin vida, a pesar de las oraciones, el ayuno y las peticiones a Dios? ¿Cómo se espera que confiemos en Dios, que según parece, preside sobre una experiencia de vida tan terrible, traumatizante, y agotadora desde el punto de vista emocional y financiero?

Observar cómo la vida de mi padre se iba desvaneciendo fue por lejos unos de los momentos más difíciles de mi vida y mi fe. Durante seis semanas, permaneció en coma en una cama de hospital, dependiendo totalmente de su familia y las enfermeras para que lo atendieran las 24 horas del día. Aun escribir o pensar en esto me produce lágrimas casi tres años después. Al igual que la mayoría de las personas, queríamos con desesperación que papá recuperara la salud. Pero cuando los días se hicieron semanas, la probabilidad de que se recuperara pareció desvanecerse.

Entretanto, las cuentas del hospital seguían subiendo, presentando un desafío práctico inmediato. Comencé a luchar con muchas preguntas, la mayoría de ellas dirigidas a Dios. Papá era un ministro adventista jubilado. Años antes se había jubilado después de ser funcionario de inmigraciones, y había trabajado como voluntario durante diez años de su vida para servir a Dios como pastor laico sin paga en Zambia, atendiendo un enorme distrito con varias congregaciones. Ya con más de 60 años, cruzaba el vasto distrito misionero en bicicleta, sábado tras sábado, durante una década.

Verlo en ese estado, sin la intervención de un Dios todopoderoso —ese mismo Dios a quien papá había servido con tanta fidelidad— era humanamente imposible de soportar, y una prueba de fe. Satanás me atormentaba con muchas preguntas, y las dudas y la desesperación amenazaban con envolverme.

Un recordatorio muy bienvenido

Con cada semana que pasaba y ante las oraciones interminables y aparentemente sin respuesta, comencé a sentirme abandonado y decepcionado. Al igual que el salmista, “casi se deslizaron mis pies” (Sal. 73:2), hasta que entré al “santuario” de la Palabra de Dios.

Me sentí impresionado a considerar la historia familiar de los tres jóvenes hebreos, Ananías, Misael y Azarías. El Señor me desafió con su profunda fe en Dios, como se lo describe en el libro de Daniel. Ante un peligro inminente, la respuesta de ellos al rey es reveladora: “Nuestro Dios, a quien servimos, puede librarnos del horno de fuego ardiente; y de tus manos, rey, nos librará. Y si no, has de saber, oh rey, que no serviremos a tus dioses ni tampoco adoraremos la estatua que has levantado” (Dan. 3:17, 18.) Conocían a Dios y confiaban en que él no permitiría que el resultado final cambiara su relación con él.

Junto al lecho de mi padre, en ese oscuro lugar de desesperanza, desánimo y luchas espirituales, Dios trajo a mi mente estas palabras de grandes desafíos: la fe es conocer lo suficiente a Dios para confiar en él más allá de los resultados. Aprendí a confiar en Dios a pesar del resultado de esta o cualquier otra circunstancia de la vida.

Triste es decirlo, mi padre no se recuperó. Falleció el sábado 3 de junio de 2017. Aunque fue una gran pérdida para mi familia, agradecimos a Dios, quien nos había permitido tenerlo durante más de 74 años. Hasta el día de hoy, extraigo fuerzas e instrucción de la lección que aprendí gracias a una conocida historia bíblica, durante esos momentos oscuros de mi vida. Nuestra percepción del resultado jamás debería permitir que se arruine nuestro aprecio por Dios y su fidelidad; él es siempre fiel. Al igual que Ananías, Misael y Azarías, podemos aprender a confiar en él más allá del resultado.

Victor Samwinga es escritor independiente, orador, educador y entusiasta del bienestar financiero. Es docente universitario y vive en Newcastle en el Reino Unido con su esposa y sus hijos.

Traducción de Marcos Paseggi

 

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