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Wintley Phipps es un artista vocal de renombre internacional, y fundador de la Academia U.S. Dream. Ha sido representante de la Iglesia Adventista del Séptimo Día en el Congreso de los Estados Unidos. Phipps también fue pastor de varias congregaciones adventistas en la zona metropolitana de Washington D.C., y actualmente es pastor de la iglesia adventista de Palm Beach en Florida.

El lunes 25 de mayo de 2020, la agitada caldera de perturbación social irrumpió en una ira que ha sido difícil de suprimir. Es una ira que busca justicia y desenmascarar una mentira. Como hombre de raza negro lo sé bien: todo lo que se ha visto en la televisión es tan solo la punta de iceberg de la manera en que esa mentira ha deformado la vida diaria de las personas de color. Muchos afroamericanos viven cada día sabiendo que el color de su piel es un gran blanco en sus espaldas. Ser de raza negra puede costar caro: puede asolar la mente, amenazar la psiquis, transformar hogares en cuarteles en los que se entrena desde temprano a los niños para que luchen contra esa mentira.

Yo también he sido identificado y detenido por la policía y aun por el FBI. Cuando viajaba en los primeros años de mi ministerio, solía frecuentar demasiados aeropuertos. Por ello, me detuvieron y me sometieron a un interrogatorio sobre mis prolíficos hábitos de viaje, solo para asegurarse de que no andaba vendiendo drogas.

Como padre, vivo cada día con el temor nebuloso de que la historia de George Floyd pueda ser mía, o de mi hijo… de cualquiera de los tres. Cada día incluye un cálculo que me guarda de hacer cosas que serían perfectamente normales si no fuera negro. El pensamiento perenne es: “Reduce los riesgos que vienen con tu color de piel”. Se aprende a calibrar los pasos propios por una mentira.

Hace 21 años, mi familia y yo nos mudamos al vecindario donde aún vivimos. Es una comunidad tranquila, pacífica y patriótica. En todos esos 21 años, jamás nos hemos encontrado o hemos visto otra familia de raza negra con niños en este código postal. Con el impulso que da la sabiduría, motivado por ser consciente de la mentira y necesidad de “reducir los riesgos”, lo primero que hice al llegar fue dirigirme a la estación de policía y presentarme, en persona, a cuantos agentes de policía encontré. Sentía temor de morir por la mentira, con temor de que los agentes de policía se equivocaran cuando me vieran ingresando a mi propia casa. Usted podría preguntarse: ¿Quién hace algo así?

¿Quién se muda a un vecindario con la determinación de reunirse con la policía tan pronto como sea posible? Esos son los tipos de cálculos que uno hace como hombre de raza negra que trata de estar seguro en los Estados Unidos. Porque uno sabe que muchos en los Estados Unidos creen esa mentira.

La mentira es el racismo, y su animosidad malvada vive en lo profundo del alma y la psiquis de los Estados Unidos. Es un rasgo que desfigura, un profundo déficit moral que muchos ciudadanos morales y amantes consienten y también atesoran. Esta mentira es el pecado original y continuado de los Estados Unidos.

El racismo, ese profundo déficit moral, ha dado a luz a horrores inenarrables y una fealdad indescriptible: La vida de George Floyd, que se vio extinguida lenta y deliberadamente en una calle de Minneapolis, es solo una más de sus más recientes pruebas repulsivas.

Por medio de la proclamación, la legislación y aun una guerra civil, hemos tratado de ordenarle que se aleje, implorar que se aleje, cantar para que se aleje y hasta orar para que se aleje. A pesar de ello, la mentira permanece, como un formidable demonio que se rehúsa a someterse al exorcismo.

El racismo es una creencia edificada para la tiranía, no para la libertad. Es un bálsamo que se esfuerza por aliviar profundos temores de lo que es ordinario y superficial. Alimenta un falso sentido de superioridad, la antítesis misma de la verdad de que todas las personas son creadas iguales y merecen derechos y oportunidades iguales.

La mentira inextricable de una preeminencia dada por Dios que se basa en el color de la pies es la leche que beben muchos nacionalistas de raza blanca. La han consumido desde la infancia de esta nación; y sus tóxicos nutrientes continúan endureciendo y curtiendo espíritus de fealdad.

La mayoría de los estadounidenses vive con escaso conocimiento de los anales más lúgubres de nuestra historia temprana, el salvajismo impactante de los puritanos y peregrinos. Y hoy día, debido a las grabaciones instantáneas y las transmisiones en vivo, cada persona se ha transformado en un servicio personal de transmisión. Por primera vez en la historia, el mundo puede presenciar en tiempo real, por vía televisión por cable y Facebook Live, mucho más de lo que resulta repulsivo y vil del carácter estadounidense. Nuestros hijos miran azorados, forzados a contemplar, a través de los ojos de la inocencia, la plaga oculta detrás de generaciones de portones glamorosos. Los omnipresentes dispositivos de grabación ahora brindan una exposición ineludible a crímenes que en otro tiempo resultaban familiares y sin embargo invisibles.

Pero ahora, los George Floyds del mundo, sofocados por mucho tiempo bajo el peso aplastante de los pecados de Estados Unidos, ya no viven y mueren en el torturado anonimato. Las costras han sido quitadas. Nuestra nación tiene que finalmente hacer frente al hecho de que, a pesar de toda su grandeza, demasiados ciudadanos aún tienen que caminar largos senderos de lágrimas, llorando por los que jamás llegan a su casa vivos por causa de una mentira.

Hay razones por las que las imágenes de la “rodilla en el cuello hasta la dominación o la muerte” se han abierto paso hasta quedar fundidas en el subconsciente y han provocado una reacción. De manera instintiva, emocional y colectiva, la mayoría de los afroamericanos reconoce esas imágenes como una representación apta de los sistemas colectivos de opresión e injusticia que siguen tornando difícil que los afroamericanos comunes respiren social, emocional, económica y espiritualmente. Con el peso de la opresión sobre sus espaldas, claman: “No puedo respirar”. “No puedo lograrlo; no puedo tomarme un descanso”. La rodilla en el cuello también ilustra la respuesta del establishment al clamor de ayuda del pueblo. En lugar de consuelo y alivio, los clamores son enfrentados con tácticas diseñadas para acallar y silenciar la resistencia al status quo. La rodilla en el cuello es también una advertencia macabra y clarividente de un futuro al que muchos están resueltos a evitar.

Justo cuando esta orgullosa nación ha sido puesta de rodillas por el virus de una pandemia, también tiene que ser confrontar, al mismo tiempo, otro virus invisible; uno que vive no en el cuerpo sino en la mente.

Desmond Tutu dijo en cierta ocasión: “Si somos neutrales en situaciones de injusticia, hemos escogido el lado del opresor”. Eso me dice que todos tenemos que actuar y hacer, hablar y vivir contra la mentira por nuestro propio bien y el bien de nuestra nación.

Tenemos que hallar maneras de amar a la nación y al mismo tiempo aborrecer sus pecados. Y tenemos que volvernos unos a otros, no unos contra otros, siempre conscientes, de que hay un juicio venidero para todo el que “ama y hace la mentira”.

Para combatir esta invención destinada al fracaso, necesitamos una visión transformadora y un liderazgo visionario en los Estados Unidos; un liderazgo que vea esta verdad con lucidez: que el racismo es una mentira, una mentira inextricable que tiene que ser desarraigada, un ídolo que tiene que ser derribado, una casa poseída, edificada a lo largo de los siglos, que tiene que ser desmantelada.

A los que se sienten rechazados, menospreciados y abusados, les digo: el amor es más fuerte que la mentira; y como lo expresó en cierta ocasión el doctor Martin Luther King: “El odio no puede expulsar al odio: solo el amor puede hacerlo”. Mientras lloramos juntos, no tengamos temor de edificarnos y mirarnos con amor, humildad y civilidad. Mientras trabajamos contra la mentira, animémonos unos a otros, abracemos y afirmemos la dignidad de los demás; podemos construir un futuro brillante de verdad para nuestros hijos y dejar para nuestra posteridad el destino que ellos merecen, confiados en que Thomas Carlyle estaba en lo cierto cuando expresó: “Ninguna mentira puede vivir para siempre”.

Y Nelson Mandela añadió: “Nadie nace odiando a otra persona debido al color de su piel, o su trasfondo o su religión. Las personas tienen que aprender a odiar, y si pueden aprender a odiar, puede enseñárseles a amar”.

Traducción de Marcos Paseggi

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