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Durante estas semanas de cuarentena, finalmente logré ver dos filmes que había estado queriendo ver. No eran comedias románticas ligeras o películas de oscuro suspenso. Con valor y honestidad, descorrían la cortina sobre la historia real de la experiencia de los negros en los Estados Unidos. Ambos filmes están ambientados en una época en las vidas de los negros por cierto no tenían importancia.

Resulta tentador mirar las películas, y decirnos con complacencia: “Bueno, la verdad es que hemos avanzado mucho”.

No hemos avanzado ni por lejos lo suficiente.

Como mujer estadounidense con raíces en la India, la historia de mi familia inmigrante es una de esas historias de éxito del sueño americano que algunos proclaman como evidencia de que las cosas en realidad están bien. Llegamos a los Estados Unidos para que mis padres pudieran cursar estudios de posgrados. Ambos recibieron una oferta de trabajo antes de graduarse. Compramos casas exactamente donde queríamos en Nueva York y más tarde en California. Asistí a las escuelas que quise, y disfruté de todas las oportunidades que busqué.

El nuestro, sin embargo, no fue un cuento de hadas. Como persona de color, vi que mis padres eran ignorados cuando estaban en una fila para que atendieran en cambio a clientes de raza blanca. Recuerdo al trabajador de McDonald’s que habló con rudeza a mi madre —porque ella era del sur asiático— cuando mi madre pidió La Cajita Feliz para mi hermana y para mí. Hubo oportunidades de trabajo para las cuales se les dijo a mis padres que estaban demasiado calificados, aunque una y otra vez la entrevista laboral los llevó a creer que ese no era en realidad el problema.

Pero a pesar de ello, vivimos bien. Hicimos muchos viajes en automóvil sin preocuparnos jamás por la policía aun en estados donde se nos quedaban mirando cuando pasábamos por allí. Cuando mi hermana y yo comenzamos a conducir un automóvil, nuestros padres jamás nos tuvieron que decir qué hacer si un agente de policía nos paraba. A los 17 años, cuando un policía me paró por pasarme de largo un cartel de Pare, mi único temor era qué iba a decir mi padre. De paso, aclaro que el policía solo me dio una advertencia y me dijo deseó las buenas noches.

Aunque mi familia experimentó aspectos de una cultura de prejuicios hacia las personas de color, me lamento cuánto tiempo me llevó comprender plenamente cuán injusto ha sido nuestro país hacia mis hermanos y hermanas de raza negra. ¿Cómo puede cualquier persona que profese amar y seguir al Salvador que murió por todos ser testigo de la injusticia oficial hacia algunos, y no ser movido a la acción?

¿Ahmaud Arbery y George Floyd? Estos son dos nombres entre otros demasiados.

Para muchos de nosotros que seguimos a Jesús, existe la triste tendencia de mirar a las atrocidades cometidas hacia otros con tristeza o lástima, y solo rara vez con genuina indignación. Pero aun nuestra empatía puede esconder un trasfondo perturbador: “Qué feo. Realmente feo. Pero al menos no me pasó a mí o a mis seres queridos”. Algo malo les pasó a ellos, pero no nos pasó a nosotros.

Y ese es exactamente el problema.

Durante demasiado tiempo hemos vivido con comodidad en las burbujas de “nosotros” y “ellos”. Y es por ello que hombres y mujeres de raza negra están muriendo en manos de los que tienen la tarea de protegernos A TODOS. Solo las cámaras de los teléfonos celulares han revelado la realidad de lo que está ocurriendo. Solo las protestas vigorosas y persistentes ante los funcionarios elegidos cuya tarea es estar a cargo de las fuerzas de seguridad producirá los cambios que demanda la justicia.

Levántense, todos los que dicen ser hijos e hijas del Padre Celestial. No hay “nosotros” y “ellos” si Jesús es un Salvador para todos. Lo que le sucedió a Ahmaud Arbery y George Floyd nos sucedió a todos nosotros, y nuestra respuesta tiene que ir mucho más allá de los pensamientos tristes y las oraciones débiles.

¿Por qué es que tenemos que orar, honestamente? Por el valor de enfrentar el prejuicio en nuestro propio corazón; por el valor de trabajar junto a nuestros hermanos y hermanas de raza negra para pisotear la maldad del racismo en nuestra cultura. Cristo nos ha estado llamando a amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos durante más de dos mil años.

“Señor Jesús, quita cualquier vestigio de racismo —o apatía— de nuestro corazón. Eso es. Amén”.

Wilona Karimabadi es editora asistente de Adventist Review y editora de KidsView, la revista para niños de Adventist Review.

Traducción de Marcos Paseggi

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