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Viven en cinco países europeos y no podrían ser más diferentes en edad, intereses o inclinación. No hubo diferencia. Las diez personas entrevistadas aquí fueron infectadas todas ellas con el COVID-19. Algunas estaban aterradas. Otras dijeron que no tenían miedo. Todas han pasado por una experiencia que, sin excepción, ha marcado sus vidas.

Timothy

Timothy es un padre divorciado de 34 años. Vive en Bracknell, Inglaterra, a unos 15 kilómetros del Castillo de Windson. Dijo que su principal sufrimiento cuando estuvo aislado no fue tanto la enfermedad, por dolorosa que le resultó, sino que no podía ver a su hija. “Ella comparte la casa con su abuelo materno. El abuelo tiene problemas de salud. Si el virus llegaba allí, él habría estado en grave peligro”.

Timothy es agente de policía, uno de los que, en términos generales, no puede mantenerse al margen durante la pandemia. Dijo que constantemente lo atormentaba el pensamiento de que tenía que mantenerse aislado debido a la infección, en lugar estar con sus colegas trabajando, haciendo todo lo posible para ser parte de la respuesta a la crisis. Cuando le pregunté si está orando, y de hacerlo, por qué lo hace en estos días, su respuesta fue natural: “Que esto se solucione con las menores pérdidas posibles”.

Tina

Después hablé con Tina, de 37 años. A ella le atraen mucho las actividades creativas de escribir y hablar en público. Está feliz de vivir en Alemania, en especial porque, desde el 18 de marzo, cuando se confirmó que sufría del COVID-19, se siente cuidada de manera “perfecta” por el estado alemán y sus vecinos.

La enfermedad no la atemorizó, dijo, aunque estuvo muy enferma: sufrió de problemas para respirar durante dos semanas, y se sintió terriblemente débil. Pero cuando comenzó a recuperarse, un pensamiento le llenó la mente, tanto así que comenzó a orar por ello. Dijo que le gustaría sentir que las personas pueden seguir tan atentas y solícitas por los demás cuando el coronavirus ya no represente una amenaza como lo están siendo en estos momentos.

Pedro, Susana, and Adaia

Pedro tiene 46 años y por lo general está lleno de energía y un corazón que parece inmune al envejecimiento. Vive intensamente y con profundo amor por su esposa Susana y sus dos hijos Adaia, de 19 años, y Johan de 18. Pedro se siente feliz de tener la oportunidad de trabajar como pastor.

Susana fue la primera en contagiarse. A ella pronto le siguió Pedro, y entonces Adaia. Johan se encuentra aislado en su habitación y no ha presentado síntomas. “Pensé que estaba frente a una forma suave de la enfermedad, pero los síntomas empeoraron después de siete días”, dijo Pedro. Justo cuando se estaba preparando mentalmente para la recuperación, se dio cuenta de que se estaba deteriorando. “Hubo momentos de seria preocupación, en especial una noche cuando comencé a sentir que ya no tenía oxígeno, de que ya no podía respirar”. Su única respuesta desesperada fue: “Dios, aquí estoy, en tus manos”.

Traté de hablar con Pedro el último fin de semana, pero su condición general no lo permitió. Ha perdido más de 7 kilogramos. Le había preguntado a Pedro cuál era su prioridad al orar. Me escribió: “Oro por mis padres; tienen 80 años y viven solos en el sur de España”.

También le pregunté a Adaia de qué manera esta situación ha afectado su vida. “Mi relación con Dios está creciendo”, respondió. “Mi manera de ver la Biblia y de hablar con mis amigos no es la misma, y creo que estoy creciendo como persona”. Y añadió: “Dios no castiga. Hace todo con amor, y no es autor de las catástrofes”.

Giusi

Giusi es una italiana vivaz. Tiene 56 años, y es una madre sola de dos hijos adultos de 29 y 23 años. Giusi es trabajadora social y mediadora, pero también es consejera en un hospital de cuidados paliativos para pacientes terminales de cáncer, y participa de iniciativas de consejería para menores, víctimas de violencia doméstica y víctimas de abuso sexual.

Después de experimentar los primeros síntomas del COVID-19 el 14 de marzo, instintivamente temió que tuviera que ser hospitalizada, aunque no sintió temor por la enfermedad en sí. Dice: “No sentí miedo; jamás pensé en preguntarle a Dios: ‘¿Por qué yo?’ Eso se debe a que siempre tuve la idea en la mente de pensar: ‘¿Por qué no yo?’ Creo que ser cristiana no significa estar exento de esas situaciones, sino más bien enfrentarlas con una actitud práctica, convencida de que Dios estará contigo durante la tormenta”.

Maurizio y Luisa

Maurizio tiene 59 años y trabaja en el hospital en Bérgamo, Italia, con su esposa Luisa, de 56. Maurizio sintió los primeros síntomas el 4 de marzo. Primero, una fiebre o calentura. Entonces llegó la disnea, una dificultad para respirar que se fue empeorando. El 11 de marzo, tuvo que llamar una ambulancia. Ni siquiera logró despedirse de su esposa y de su hijo de 15 años, y salió con solo un temor en el alma: de que jamás los pudiera ver otra vez.

Lo que vio dentro del hospital, dijo Maurizio, fue “de terror”. Con máscaras de oxígeno en el rostro y aguardando en línea, las personas estaban atemorizadas aguardando lo que el personal médico les diría en las siguientes horas.

Gracias a Dios, Maurizio es uno de los que fue dado de alta. Ahora se encuentra aislado en su hogar. Todavía le cuesta respirar, y durante las noches sigue usando la máscara de oxígeno. “No subestimen al virus; puede afectar a cualquiera; nadie debería jugar a ser superhéroe. ¡Mantengan la distancia social!”, dijo Maurizio. Y concluyó diciendo: “Algo ha cambiado dentro de mí”.

Luisa dijo: “La cosa más dura y más triste fue que no pude ver a mi esposo hasta que regresó del hospital después de trece días”. Mientras tanto, a ella también le diagnosticaron el virus. No sabe si se contagió en el hospital donde trabaja o de su marido, o acaso de algún otro lugar. Muchos que estuvieron cerca de ella se contagiaron. Cualquiera de ellos podría ser la fuente del contagio.

Luisa también dijo que quiere continuar pensando como lo hace ahora por el resto de su vida, y jamás quejarse que las visitas de familiares o amigos han demandado mucho de su tiempo. “Esta experiencia me hizo comprender la importancia y belleza del tiempo que pasamos con los seres queridos”, dijo.

Rebecka y Thomas

En Suecia, hablé con una mujer rumana llamada Rebecka. Tiene 52 años y está casada con un sueco. Su esposo Thomas tiene 67 años. Viven en Malmbäck. Rebecka sospecha que contrajo el virus en el tren. Ella, a su vez, contagió a Thomas.

Después de que levantara fiebre o calentura de más de 40 grados y que perdiera por completo la fuerza, Rebecka fue llevada rápidamente en ambulancia a Jönköping. “Simplemente no podía pensar demasiado”, dijo. “No pude comer durante varios días, seguía teniendo fiebre, tos y me sentía enferma”.

Después de comenzar a recuperarse, dijo Rebecka, “una tiene tiempo de reflexionar; tiene tiempo de pensar más en Dios y orar más por la familia, los seres queridos y el mundo. Desafortunadamente, creo que los seres humanos pronto olvidaremos por lo que hemos pasado, pero realmente espero que pueda llevar esto conmigo: sin Dios, no soy nada”.

Para cuando Rebecka recibió el alta médica, Thomas ya se estaba sintiendo muy enfermo. “Calentura, tos y, tan pronto como me levantaba, comenzaba a jadear. Era sumamente doloroso”. Y añadió: “Parecía que la tos jamás se iba a detener”. No sentía miedo pero dice que la enfermedad le quitó todas las fuerzas. Thomas siente que no habría superado la prueba sin la ayuda de Dios. “Espero apoyarme más en Dios en el futuro”, concluyó.

Laversión original de este informe fue publicado en rumano por Semnelle Timpului, la versión rumana deSeñales de los tiempos, y publicada en inglés en el sitio de noticiasde la División Transeuropea.

Traducción de Marcos Paseggi

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